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La “invasión” migrante de Donald Trump frente a la realidad de la frontera

San Antonio (EE.UU.) (EFE).- Yamilet mira sonriente, a menos de un palmo, a su ‘cheeseburger’ en el aeropuerto de San Antonio (Texas), pero no sabe que hace justamente 12 horas estuvo apunto de morir ahogada en las aguas del río Grande, alumbradas solo por la luna llena.

La niña de 6 años viaja con un familiar, David, de 28 años, y viste ropa blanca, signo de que ha sido ‘liberada’ por la Patrulla Fronteriza tras procesar su solicitud de asilo o protección especial, y aguarda un vuelo camino de Nueva Orleans, donde les esperan familiares.

Cruzó a la 1 de la mañana del domingo a hombros de David, que explica a EFE cómo en algunos puntos las hondonadas del río hacían que el agua le llegara a la comisura de los labios. “Fue muy duro”, recuerda.

“Íbamos junto con una mujer embarazada con dos niños pequeños. La mujer no podía atravesar el río con los dos, así yo tuve que cargar a uno de ellos además de a Yamilet. No podía con tanto peso, pero pasamos y nos detuvieron después de caminar un poco”, explica David, torciendo el cuello para dar cuenta de la angustia.

El número de detenciones de migrantes que cruzan de manera irregular se ha reducido desde diciembre, pero entre enero y febrero se aprehendieron unas 366.000 personas, un 13 % más que en el mismo período de hace un año.

Para el expresidente republicano Donald Trump, candidato a la reelección en noviembre, los que atraviesan la frontera de manera irregular a través del río Grande son “criminales”, “guerreros” o personas que traen “lenguas” peligrosas o fentanilo a raudales.

Un vistazo a la Casa del Migrante en Piedras Negras (Coahuila), a la pequeña estación de minibuses de Eagle Pass (Texas) o a la inhóspita orilla norte del río Grande cuenta una historia diferente a la que presenta Trump a los votantes estadounidenses.

La de personas que hablan español, chino o francés; de la constante labor de Médicos Sin Fronteras (MSF) para curar la heridas del camino o tratar con las secuelas psicológicas de una mayoría de mujeres, familias y jóvenes; la de los zapatos de niño abandonados en la orilla estadounidense del río Grande.

Las de médicos de MSF y la responsable de la Casa del Migrante, la hermana Isabel Turcio, hablan de niños deshidratados, con fiebre, mujeres embarazadas enfermas, personas torturadas en su travesía por México, con depresión, ataques de pánico y que se “tiran” al río Grande desposeídas de casi todo o son abusadas por traficantes que “hacen fiesta del dolor”, explica a EFE.

Mientras tanto, Trump ha decidido que el presidente demócrata Joe Biden va a perder las elecciones de noviembre “debido a la frontera” y la falta de “ley y orden” y relaciona casi en todos sus mítines de campaña a la inmigración irregular con los “crímenes migrantes”, en un intento de demonizar a esas personas y avivar el miedo a una “invasión” de “criminales”.

Pero, de nuevo, la realidad de la frontera parece contar otra historia. Como el caso de las salvadoreñas Laura y Susana, que a la sombra del vehículo patrulla de la Patrulla Fronteriza que les ha dado el alto en un camino que atraviesa un mar de mezquite cerca de Quemado (Texas), aseguran que están muy contentas de haber llegado a Estados Unidos tras atravesar el río con cuatro niños.

Aseguran que son familia, que han tardado un mes en llegar hasta ese punto, fin de lo peor de su travesía, y que tras pedir asilo, si no son deportadas, planean encontrarse con familiares en Carolina del Norte, un estado con una importante comunidad de centroamericanos que trabajan en el campo o en fábricas de procesamiento agrícola y ganadero.

Susana, Laura y sus cuatro niños (ninguno de más de 8 años) tendrán que demostrar que hay un “miedo creíble” a su integridad si vuelven a El Salvador, como por la mañana consiguió probar David, oriundo de Choloma (Honduras), y que explicó a las autoridades estadounidenses de inmigración que estaba amenazado de muerte por “mareros”.

“Te obligan a vender droga y si no quieres ¡zas!”, relata a EFE, moviendo el pulgar de lado a lado de su cuello, mientras Yamilet, de un pelo negro larguísimo, da un bocado a su hamburguesa, mientras los otros viajeros, ignorantes, fijan su vista en un partido de baloncesto universitario.

Otros como la familia Fuentes, provenientes de Cuba, esperan una cita para poder pedir asilo en Eagle Pass (Texas), porque aseguran que su vida en la isla se complicó tras las protestas del 11 de julio en 2021, sobre todo para su hija, Gabriela, de 16 años.

“Nosotros queríamos corriente hace ya tiempo, pero sobre todo pasamos hambre”, cuenta a EFE Yolandi, el padre, de 51 años.

“Muchas personas (en el camino) te dicen: si no quieres ser emigrante, por qué te vas de tu país. Nos vamos buscando algo mejor. Hay muchos venezolanos aquí que han pasado la selva del Darién, que ven muertos al lado y les preguntan por qué te sales de tu país. Nadie puede juzgar por qué lo hacemos después de lo que hemos pasado”, asegura Gabriela.

Jairo Mejía – EFE

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